08 – 12 – 23


 Otra de las chicas simpáticas de Aerolíneas me cuenta que han localizado mi valija en Buenos Aires, que apenas llegue a Mendoza me avisan.

Compro pantalones.

El centro, por calle Las Heras, estallado; apenas podemos caminar. La gente un tanto impaciente, casi agresiva, falta de roce, bah, como siempre. Toda Mendoza ha salido a comprar, pienso. Me dicen que son chilenos porque sale barato cruzar la cordillera. Que los de acá no consumen. Naah.

Necesito hilo y agujas. Un flash de realismo mágico en pleno centro mendocino, en General Paz entre Santa Martín y 9 de julio, del lado izquierdo viniendo desde San Martín, a mitad de cuadra: se ha formado una cola de por lo menos diez personas que esperan para entrar en una pinche mercería. ¿Mercería? Serán las ofertas de botones y dedales que por ahí la semana que viene empiezan a escasear. La vieja que atiende, una reaccionaria de la primera hora, odiadora del país y de su gente, gorila. Con ínfulas de viajada y alguna educación. Una pioja resucitada como el 71 y pico por ciento de este sitio donde nos jactamos de producir buen vino (aramos…).

Por ahí somo chicatos pero no vemos mendigos a rolete ni demasiadas personas en situación de calle como en Buenos Aires.

Almuerzo agradable con hermanos en un restorán pituco, sobre Juan B Justo. Estreno remerita verde comprada en el Mercado Persa. Quién te ha visto y quién te ve.   

Tranquis, a la tardecita vemos a una pareja conocida, no lejos del departamento Airbnb que alquilamos. Se encuentran más perplejos que despavoridos de cara al futuro, pero creen hallarse en el pelotón de los salvados.

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